Trolléame otra vez

Trolléame otra vez

¿Qué puede llevar a una persona normal a comportarse como un desalmado en la red? ¿Cómo es posible que un instrumento que es símbolo de avance y progreso sea capaz de sacar nuestros instintos más bajos a golpe de clic? Todo se reduce a una palabra tan antigua como extendida en la actualidad: troll.

Figura surgida de entre el caldo de cultivo de la desinformación, las fake news y el anonimato, su nacimiento tuvo lugar en los años 80, pese a que la difusión masiva se desarrolló en los 90. Lo que mucha gente ignora es que su denominación no tiene origen en el monstruo mitológico sino en el verbo inglés to troll, que hace referencia a la pesca con caña. Si lo piensan, aunque la coincidencia con la inmunda criatura es más que afortunada, el efecto de llamada de atención del cebo a la hora de pescar es exactamente lo que quiere el troll.

Estos han encontrado en internet un medio perfecto en el que desarrollar sus extravagantes y cuestionables comportamientos. Si bien internet surgió y se ha ido convirtiendo en una herramienta maravillosa a través de la cual eliminar barreras en la sociedad, esta –como todo en la vida– no es perfecta. Según un estudio de We Are Social, en el año 2019, 43 millones de personas tienen acceso a internet, cifra que se ha visto aumentada 4 millones con respecto al pasado. Pero si se atiende a las líneas móviles, esta asciende a 54 millones, o lo que es lo mismo, un 117% de la población española. De todos ellos, un 45% cuenta con perfiles en las redes sociales. Escenario en el que entra en juego uno de los factores claves del fenómeno troll.

Yo soy nadie y nadie es mi nombre”

Esta célebre cita de Ulises en el IX Canto de la Odisea sirvió de artimaña para que el rey de Ítaca y toda su tripulación pudiese escapar del confinamiento al que el cíclope Polifemo les había sometido en su cueva. Estrategia que no dista mucho de la que utilizan los trolls para evidenciar su “valentía” cibernética. Un anonimato en el que se parapetan para llevar a cabo una especie de abstracción digital por la cual el individuo se siente libre e impune de llevar a cabo su actividad. Acción que, por lo general, les hace ser proclives al insulto y la ofensa, y cuya naturaleza, en palabras del psicólogo John Suler, reside en un efecto de desinhibición online que hace referencia a un comportamiento menos restrictivo en la red, debido a una especie de desconexión que existe entre uno mismo y lo que se escribe en la red.

Por lo general, estas abstracciones digitales de uno mismo, encuentran su particular placer incitando a la discusión y la ofensa, sembrando la discordia allá por donde pasan. Da igual que sea el comentario de un post en un blog, en un vídeo de YouTube o una respuesta en cualquiera de las otras redes sociales. Ahí es donde entra en juego otro de los vehículos de internet que juega a su favor: la viralización. Gracias a ella y a la acción de nuestros protagonistas, el odio se ha extendido sin límites por la red hasta el punto de que nadie está salvo de él, independientemente de cuál sea su posición, cargo o reputación en la vida real.

Qué es un troll

De igual forma, en uno u otro modo, todos, en algún momento de nuestra corta o larga trayectoria en internet, podemos ser o comportarnos como un troll. No en vano, no podemos obviar que el odio es un elemento común en la red porque no es más que una pasión característica de nuestra naturaleza humana. Sea como fuere, también es cierto que, al igual que las personas y pese a que comparten ciertos atributos, no todos los trolls son iguales. Los hay que se creen en posesión de la verdad absoluta, los que actúan en clave de humor, los sectarios, los que únicamente buscan seguidores y un largo etcétera. No obstante, pese a sus diferencias, existen ciertos patrones que pueden ser comunes entre ellos, tales como una personalidad adictiva, la necesidad de sentirse protagonista y buscar la confrontación, el exceso de tiempo libre, una escasa empatía e, incluso en casos más extremos, el vacío vital.

Doctor, tengo un troll. ¿Qué puedo hacer?

Relativiza. Llegados a un punto en el que se conoce el problema, sus raíces, motivaciones y además está tan extendido como prácticamente normalizado, se debería ver a los trolls como un riesgo más del uso de internet. No obstante, al igual que existen diferencias entre ellos, también las hay entre las personas. No todas tienen el mismo grado de paciencia ni la piel tan dura, por lo que a todas no les afecta por igual.

Los trolls son expertos en generar un entorno paranoico o de cierta histeria aprovechándose de nuestras emociones y sensibilidades, que muchas veces harían perder los papeles hasta al mismísimo santo Job. Pero además, muchas veces el problema no acaba ahí, sino que esa ira o esas emociones negativas, ante la imposibilidad de desahogarlas ante sus causantes, se acaban filtrado a otras discusiones que intoxican en mayor o menor medida el resto de relaciones, dentro y fuera de la red.

En cualquier caso, todo el mundo puede tener un mal día y usar esporádicamente internet para liberarse y expresar su frustración. Si se cree que podemos estar ante una situación así, puede intentarse responder de manera educada. En caso de que así sea la situación, ese tono afable y amigable puede llevar a que el interlocutor sea consciente de su error y mitigue su acción. En caso contrario, si este opta por continuar siendo desagradable o lo que es lo mismo, hemos dado con un troll de verdad, lo mejor que se puede hacer es no darle de comer.

Como se ha explicado en la introducción, lo que busca el troll no es otra cosa que captar la atención. Teniendo esto en cuenta, hay que ser consciente de que si se intenta razonar, se le desprecia o se entra en su juego, estamos justificándolo y alimentándolo, dándole un valor que le reporta una recompensa altamente gratificante y casi narcisista. Así pues, la mejor solución si no se quiere ver inmiscuido en este tipo de situaciones es limitar su acción. Esto es, ignorarlo o no responderle para minimizar ese ansiado protagonismo por el que buscan la máxima atención y repercusión posible. Siempre y cuando este no esté incurriendo en algún delito, extremo en el que se deberían tomar acciones legales.

Troll de internet

Epílogo: Yo, troll

Pero seamos sinceros. ¿Quién no ha trolleado alguna vez? Obviando a aquellos que realmente son malas personas, nos guste o no, los trolls o los ‘haters’, son por lo general tremendamente ingeniosos e incluso, por qué no reconocerlo, entrañables. Generan temas de debate, contenidos, tienen un ácido sentido del humor, en esta sociedad cada vez más escorada hacia la corrección absoluta muchas veces son lo políticamente incorrectos que otros echan de menos para sí… ¡Hasta tienen su propio día!

Pero más allá de esa banalidad, vemos como periodistas –especialmente políticos y deportivos– e incluso políticos se han asentado como auténticos trolls. Dar likes, enviar corazones, escribir comentarios positivos e incluso cargados de grandes dosis de azúcar es seguir unos estándares que en cierta medida nos convierten en borregos. Todo demasiado ideal, bucólico y de color de rosa. ¿Qué sería de internet sin los trolls? Quizá un mundo mejor en el sentido clásico o moral de la palabra, pero sin duda también más aburrido.

Además, la aparición de un troll en tu vida no siempre significa algo malo o de lo que asustarse. Puede ser como tu primera vez, algo que no olvidarás nunca por placentero, traumático o patético que pudiera resultar. En un universo donde la oferta y las opciones son ingentes, la llegada de ese primer troll a tu muro puede ser un pequeño hito. Gustes o no, hay gente que te lee, te escucha y a la que le generas opinión. Y eso, en un medio con una competencia feroz y donde el pastel se reparte en infinidad de porciones, no es poca cosa.

Así que ya sabes, trolléame. Aunque con cariño, como si fuera la primera vez.

Sergio Cebollada, Webmaster y Social Media Manager de Basket Zaragoza y alumno del Máster en Administración Electrónica de Empresas (MeBA).

Nemanja Radovic

 


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